Numerosos envoltorios y desechos de la noche anterior crean flashbacks en mi cabeza. El tomate en un calcetín, el cojín, justo donde cayó, su tenedor, sucio, pero no sucio, sino churretoso, como a ella le gusta dejarlo. La silla en mitad de la alfombra. Las sábanas dibujando su última postura, y la almohada, que me devuelve el olor, su olor. Es el olor de su colonia o es el de su cuerpo... jamás los supe distinguir. Son uno: es su olor, y cuando lo huelo sé que es de ella, porque no hay otro igual, porque, como un animal, sabría reconocerla hasta con los ojos vendados. Y hay más: una guitarra mal colocada. Dos vasos vacíos. Una pila de cacharros que nunca dejé que lavara. Insistió las veces justas, las conté y los dos sabíamos que no los lavaría, porque yo nunca quiero que lo haga, porque sé perfectamente que lo haría.
Y nunca se deja nada salvo esas pequeñas cosas. Suficientes para que nadie más que yo sepa que ha estado, el tiempo que haya estado, el necesario como para que quiera volver a estarlo. No se ha dejado nada, nada que cualquiera se hubiera dejado... ni la cartera, ni la pulsera, ni el reloj. Se ha dejado en la repisa el disco que estuvo mirando, el pijama doblado, la manta deshecha. Me ha dejado con un cepillo de dientes mojado, con una película a medias.
En la nevera está el postre que nunca se tomó. En mi estantería el hueco de la última película que quise que viera. Me ha dejado sin ella y mi cara representa el desencaje, con la mirada de quien busca y no encuentra. Y aunque ella no lo sepa, nunca puedo esconderme de su ausencia.
