martes, 16 de octubre de 2007

Gilipollas por un día

Hace poco tuve la caída más acojonante de mi vida. Todo sucedió, como debe ser, demasiado deprisa. Mi reloj biológico, ese descelerado cabrón, me puso contra las cuerdas en nuestra primera cita. Los sudores no tardaron en aparecer tras un par de piruetas demasiado arriesgadas, superadas con éxito gracias a este físico que dios me ha dado y que he tuneado hasta la saciedad. Pero lo peor estaba por llegar. Cuando quise mirar el suelo era demasiado tarde, tropecé en un pequeño escalón al cruzar la calle. Hay dos tipos de caidas: la pim-pam, clásico entre los clásicos, y la ra-ta-ta-ta-ta-ta-plás, esa en la que no ves claro cuándo besarás el suelo. Lo bueno de la segunda modalidad es que puedes pasar del ridículo más impresionante a convertirte en un héroe. Sucede cuando tras el ra-ta-ta-ta-ta-ta no viene el plás. Consigues salir ileso tras unos segundos de incertidumbre, activas la sonrisa, te secas el sudor y sonríes para la foto. La mía acabó en un plás de lo más salvaje. Mi vida pasó ante mis ojos en ese momento de incertidumbre tropecera, tres segundos bastaron. El resultado: un cardenal en la pata derecha y arañazos y calenturas en la mano izquierda. Total, para lo que pudo haber sido no estaba tan mal. Si todo hubiera quedado ahí, la desgracia no sería tal. El problema es cuando hay un público asistente que ve por cumplidas las espectativas que anunciaban en taquilla. Lo único que puedes hacer es recoger los pedazos rotos de dignidad del suelo, remontar vuelo, aderezarte la melena y fingir que es el mejor día de tu vida. No vi a nadie reírse, pero lógicamente lo harían, yo lo habría hecho a grito pelado. Una hostia así lo merece.

Esta mierda es necesaria. Las gilipolleces hacen que el mundo gire, son las desgracias ajenas (dentro de unos límites) las que activan tu sonrisa más deshonrosa y sacan al capullo que hay en ti, lo cual es absolutamente necesario. Pero hacer el ridículo y pasar factura por ello no es algo gratuíto, hay un feed-back que debes asumir y respetar y muchas veces te tocara a ti convertirte en gilipollas, es el precio que debes pagar por esos momentos de felicidad relativa. Por eso llega el momento en que eres tú el que pierde el metro, el que pisa la mierda de perro en la acera o el que recibe el globo de agua. Esto no debe ser visto como algo negativo, puesto que siempre podría ser peor, siempre podrías caer a las vías, pisar una mierda de vaca o recibir un globo de agua y harina. Hay que reírse de estas cosas. En su puta cara. Siempre habrá alguien que se ría de ti. Sólo hay que esperar a que llegue su hora.

Reconstrucción cochambrosa

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Uf! he tenido tantas caídas absurdas que mis amigos decían que no pagaba la tasa de la ley de la gravedad y la sufría con recargo. Eso es malo cuando tu sentido del ridículo está demasiado desarrollado.
Intenté no reirme de las desgracias de los demás para ver si no se reían de las mías, pero como no funcionaba porque la gente es cruel, tuve que regresar al "todos contra todos".
Supongo que tienes razón, esta mierda es necesaria.

Marcos dijo...

Yo creo que a base de hostias, de las unas y de las otras, he ido perdiendo el sentido del ridículo ante gentes desconocidas.

El todos contra todos es una realidad palpable, ahora que, en estos días he tenido ya dos nuevas leches, y yo creo que siempre se ríen los mismos... Esto ya es ensañamiento.