martes, 25 de octubre de 2005

Fast food

Son éstos días de mucho ajetreo en la gran ciudad. El vaivén del tren se alterna con el ritmo de la música de mi mp3 desde por la mañana hasta entrada la noche. Y en medio de tanto estrés, de tanto agobio y movimiento, está mi estómago, que, como cada día desde que mi madre me puso en este mundo, ruge a elevados niveles auditivos pidiendo su dosis de comida correspondiente.

No puedo perder el tiempo cocinando. No puedo ni pisar la casa teniendo una agenda tan asfixiante. ¿Qué hacer en estas ocasiones? Generalmente habría llorado en alguna esquina comiendo un bocadillo recién fabricado gracias a la incursión de mi menda en alguna charcutería con buen olor de por la zona, pero ayer no fue el caso… Mi nariz dio con un sitio que no frecuentaba desde antaño: un McDonalds. Sí, amigos… La llamada “comida basura”, la “fast food”, hacía ding-dong e iluminaba la bombilla en mi cabeza, y no fueron muchos los reparos que tuve mientras cruzaba el hall de la famosa hamburguesería para enfrentarme de lleno con mis principios.

Asombrado contemplé los bajos precios del local, el cual proporcionaba comida en abundancia desde tan solo dos euros. Me dije “¿por qué no?” sin pararme a pensar en el “¿por qué sí?” y pedí lo mío: material grasiento para alegrarme el día. Porque vive dios que disfruté comiendo aquello… Y mientras me zampaba con desenfreno el jugoso trozo de carne empapado en ketchup y las patatas tamaño extra, me paré a echar un vistazo a las mesas circundantes: cinco o seis individuos, a cual más grande. Sus barrigas chocaban contra la mesa y el sudor recorría sus rostros cuando se relamían los rechonchos dedos. De repente miré fijamente mi colección de patatas bañadas en salsa barbacoa... Y he de admitirlo, me gustó la experiencia de volver a comer basura, me considero un amante de toda esa porquería tan deliciosa, pero por nada del mundo me gustaría volver a pesar el tonelaje que en mi adolescencia llegué a tener. Como ex obeso rehabilitado e insertado en la sociedad, me veo en la obligación de renegar de todos estos placeres comestibles. Mi conciencia nunca miente, creedme. Y… Echando la panorámica de nuevo a la bandeja que ante mí reposaba… Os lo vuelvo a repetir. O no… Mierda... ¿De verdad era tan perjudicial todo aquello? Gotas de aceite resbalando por el mantelito, patatas en abundancia, una carne que dejándola al aire el tiempo suficiente se convierte en material tóxico y una garrafa (porque no se podía considerar vaso) de coca-cola. “Esto es vida”, pensé mientras recogía mis enseres. Y qué gran dilema me provocaba el que tanto me gustara cada uno de los productos del odioso lugar.

No volveré a ese maldito infierno tentador en mucho tiempo. No pisaré las tierras del pecado para que me vuelva a comer ese sentido de culpabilidad lejano que te queda mientras huyes del garito. Pero, muy a mi pesar, me temo que a día de hoy si tengo que elegir entre un entrecot cinco estrellas y la hamburguesa más perrillera de la historia, queridos amigos... Me quedo con la basura, la rica comida basura.

1 comentario:

Marcos dijo...

Jodo. Tu mayor comentario en la historia del Weblog, Bayosete. Muy bueno.

He de decir que este post fue el trabajo que realicé para mi asignatura "Lengua Española" en Comunicación. Me pidieron un artículo de opinión y me salió la cosa esta.

Un dato curioso es que por lo visto está demostrado que McDonalds, Burrikines y todos estos sitios churriguerescos, al contrario que otros restaurantes, están obligados a tirar la comida excedente en lugar de dársela a la gente más necesitada porque, transcurrido el tiempo necesario, se vuelve tóxica, perjudicial para el ser humano.

Es muy triste, pero joder qué rica está esa mierda.